La alimentación es clave en el cuidado de nuestra salud. Esta idea existe desde hace siglos, aunque en las últimas décadas ha dejado de ser una intuición para convertirse en una certeza. Hoy, el 46,8 % de las mujeres, el 62,5 % de los hombres y el 28,7 % de los niños y niñas tienen sobrepeso u obesidad. A su vez, la hipertensión, el exceso de colesterol y la diabetes se encuentran entre los trastornos crónicos más prevalentes. No es un dato menor. Según advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS), estas enfermedades, junto al cáncer y las dolencias respiratorias, son responsables del 71 % de las muertes que se registran cada año en el planeta, y la mala alimentación es uno de los principales factores de riesgo.
En este escenario donde, además, la publicidad alimentaria se camufla de información nutricional y donde las dietas milagrosas comparten espacio con la superabundancia de productos ultraprocesados (tan ricos en sabor como pobres en nutrientes), el papel del dietista y del dietista-nutricionista (D-N) resulta fundamental. Y no porque sea “alguien que nos ayuda a adelgazar” o “alguien que nos pesa y nos pone a régimen”, como se dice, sino porque su figura es relevante para la salud de la población. Se trata de un profesional de la salud, experto en alimentación, nutrición y dietética, que puede intervenir en la alimentación de una persona y ofrecerle asesoramiento personalizado. Según sus objetivos de salud o sus necesidades médicas, el nutricionista puede hacer recomendaciones y elaborar planes alimenticios.
“Aquellos que piensan que no tienen tiempo para una alimentación saludable tarde o temprano encontrarán tiempo para la enfermedad”
Los nutricionistas desarrollan planes de comidas, educan sobre el control de las porciones, y están calificados para prescribir dietas especiales para el tratamiento o la prevención de enfermedades, como las enfermedades cardíacas y la diabetes como estas otras funciones:
